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  Años jóvenes Vida del músico Obras sinfónicas Catálogo obras  

Conocedor de sus escasas posibilidades y sus muchas limitaciones, llevado por una vocación irresistible que le llamaba a seguir el estudio de la música, decide marchar a Madrid en 1867, aprovechando la estancia de su hermano Eduardo en la capital. Sus dificultades económicas le llevaron a pasar múltiples privaciones, llegando incluso a dormir en los parques públicos. A raíz de la Revolución del 68, Emilio Arrieta fue nombrado director del Conservatorio y se produjo un cambio en los planes de estudio que le permitió avanzar, teniendo a Tomás Bretón como condiscípulo en las clases de composición de Arrieta. Consiguió varios premios y obtuvo algún dinero actuando como sustituto de la orquesta de los Bufos de Arderius. Escribió por entonces su tercera zarzuela, Abel y Caín, con letra de Salvador María Granés, que apenas tuvo trascendencia. Obtuvo una plaza como músico mayor del Ejército, se casó con Vicente Selva, también procedente de Villena, y al terminar sus estudios en el Conservatorio dejó España, a raíz de la concesión del pensionado de número en la Academia de Roma, convirtiéndose de esta forma en el primer músico español en conseguirlo. Tras permanecer varios años en la capital italiana primero, y más tarde en París, en 1879 volvió a Madrid.

Ante la necesidad de obtener recursos económicos con los que mantener una amplia familia y a instancias del libretista Miguel Ramos Carrión, entró de lleno en el mundo de la zarzuela que vivía una fuerte crisis de transformación, tras la decadencia de los Bufos. Su primera obra fue ¡Adiós Madrid! Con libreto del propio Ramos a la que siguieron Las dos huérfanas, ambas en tres actos y Madrid y sus afueras, en dos. El primer éxito importante llegó con una pieza aparentemente menor, dirigida al teatro por horas, Música clásica, con libreto de Estremera y estrenada en el Teatro de la Comedia que se mantuvo durante años en el repertorio. Tras varias piezas de menor peso, el salto a la fama se producirá con La Tempestad (1881), con libro de Ramos Carrión, cuyo estreno en el Teatro de la Zarzuela está considerado como uno de los grandes eventos del coliseo de la calle Jovellanos. En plena crisis de identidad del género grande, ante la pujanza del chico, la aparición de una obra de tales dimensiones supuso un impacto que sensibilizó a la sociedad de su época. Los medios de comunicación que ya habían celebrado el talento del joven músico, se pusieron desde ese instante tras él, apoyándolo como gran referente de futuro.

No obtuvo igual aceptación El milagro de la Virgen (1884), aunque algún número llegó a ser tan celebrado que incluso fue grabado por el mismo Caruso. El género por horas se imponía, y Chapí no tuvo más remedio que plegarse a sus exigencias. Colaboró con las temporadas del teatro Martín y del Variedades, con algunas piezas de éxito como El domingo gordo (1886), en colaboración con el hábil libretista Ricardo de la Vega, a la que siguió Juan Matías el barbero (1887), de mayor trascendencia, porque consolidaría la relación de Chapí con el Teatro Apolo, auténtica catedral del género chico, al que ayudó a convertir en el mayor fenómeno social de la época. A finales de ese año, se produjo un nuevo acontecimiento en la vida lírica nacional, con el estreno de La Bruja, con libreto de Ramos Carrión, celebrada como un hito en la realidad lírica del momento y se señala a su compositor como el “salvador” del género. Después de piezas menores se encuentran algunos estrenos destacados como Las hijas del Zebedeo (1889), El cocodrilo (1889), La misa de Réquiem (1889) y especialmente, ¡Las doce y media y sereno! (1890), que de nuevo en el Teatro Apolo supuso uno de los mayores acontecimientos de la temporada. La capacidad de producción de Chapí, que no tuvo igual en su época, sorprendió a sus contemporáneos y a los críticos. Nada menos que diez obras dio a conocer en 1890, con aportaciones tan estimables como Las tentaciones de San Antonio o La leyenda del monje.

En 1889, Chapí fue elegido académico de Bellas Artes, pero poco después renunció al cargo. Posteriormente se pretendió reelegirlo sin que hubiera posibilidad de convencerlo. Nunca le sedujeron los honores oficiales y siempre prefirió, exclusivamente, apasionadamente, los que le proporcionaban su comunicación con el público por medio de sus obras, y ciertamente éste no fue remiso a premiarle esta dedicación.

Fue sin embargo, con El Rey que rabió (1891), cuando tuvo lugar otro impacto de relevancia, esta vez en el género grande y de nuevo en el Teatro de la Zarzuela. Con libro de Ramos Carrión y Vital Aza, adapta algunos modelos de la opereta centroeuropea al estilo español. La pieza tuvo tanto éxito que se ha mantenido en el repertorio. Los años siguientes, como el resto de la corta vida de Chapí, fueron de febril actividad. El Apolo fue testigo de obras como El mismo demonio (1891), Las campanadas (1892), La Czarina (1892), Los gendarmes (1893) o El reclamo (1893), que mantienen la estela del autor y potencian su popularidad. Sin embargo, la constitución de un archivo propio, enfrentado al del poderoso Florencio Fiscowich, que controlaba la labor de los autores de la época, supuso su ruptura con el Apolo. Se convirtió en director artístico de un teatro de mala reputación, el Eslava, donde dio a conocer obras tan importantes como El tambor de granaderos (1894) o El cortejo de la Irene (1896), su primera colaboración con Carlos Fernández Shaw. También intentó mantener el repertorio grande con una obra de corte histórico y llena de elementos de calidad, Mujer y reina (1895), cuyo talante anticuado le restó éxito, coincidiendo además con el impacto social de “La Dolores”, que tuvo una indudable influencia en el género futuro.

La llegada al Teatro Apolo como director artístico de Sinesio Delgado, permitió el regreso del maestro villenense con una obra maestra, Las bravías, que se refrendaba con un gran éxito en 1896. Delgado devolvió la confianza de los empresarios en el creador que, coincidiendo con la eclosión del sainete local, dio tres obras maestras de corte madrileñista: La Revoltosa (1897), Pepe Gallardo (1898), y La chavala (1898), que deben ser analizadas como un bloque sólido que siguió la estela abierta por las obras de Chueca y Bretón. Paralelamente, Chapí fue el principal impulsor artístico de un proyecto de mayores dimensiones, ubicado en el Teatro Parish que apostaba por la recuperación del género grande. Después de Los hijos del batallón (1898), admirada por el mismo Richard Strauss, que asistió a las representaciones cuando visitó Madrid, siguieron obras de gran importancia como Curro Vargas (1898), con libreto de Antonio Paso y Joaquín Dicenta, que introdujo con fuerza la influencia verista que se consolida con otras piezas como La cara de Dios (1899) con un espléndido libreto de Arniches y La Cortijera (1900), con la que Paso y Dicenta intentaron, sin tanto éxito, repetir el modelo de Curro Vargas.

El comienzo del siglo consolidó la decadencia del género chico lo que multiplicó los esfuerzos de Chapí y exigió un aumento en su producción, en plena batalla por el afianzamiento de la Sociedad de Autores, institución que Chapí llegó a presidir y de la que se convirtió , junto a Sinesio Delgado, en verdadero motor. Gracias a ella se permitió la independencia de los creadores frente a la dictadura de los empresarios. Además se embarcó en otros proyectos frustrados de grandes dimensiones a favor de la ópera, caso del Teatro Lírico, que no llegó a cuajar. El cambio de sensibilidad del público, que demandaba una mayor inmediatez en el repertorio, le obligó a que en apenas diez años llevara a escena casi un centenar de obras. El estreno (1900), pero sobre todo El barquillero (1900) mantuvieron el espíritu del género chico original. Piezas menores como Tierra por medio, Academia militar, La guajira o Quo vadis?, todas de 1901, obtuvieron distinta acogida por el público.

Fue, sin embargo en 1902, cuando Chapí brindó tres aportaciones trascendentes: El puñao de rosas, que se ha mantenido en repertorio y La venta de Don Quijote, en la línea de la revisión del hidalgo que se produce con la Generación del 98, así como la más importante: Don Juan de Austria, en tres actos, con una música de gran calidad, dentro de un libreto lastrado por su talante obsoleto. Poco lograron hacer por el mantenimiento del género, ante la presencia cada vez más acusada del cinematógrafo, piezas como La leyenda dorada, La chica del maestro y Mademoiselle Margot, las tres de 1903, La cuna o La puñalada de 1904. Intentos de volver al modelo verista como Juan Francisco (1904), de nuevo con libreto de Joaquín Dicenta, queda como una nueva tentativa frustrada. En los años siguientes, aparecen algunas piezas estimables que, sin embargo, apenas se consolidaron en los escenarios. Ahí se encuentran algunas colaboraciones inhabituales como La guardia de honor, con libreto de Eugenio Sellés (1905), El amor en solfa (1905) con los hermanos Álvarez Quintero, que le proporcionan algunos libretos de cierto relieve; La sobresalienta (1905) que supuso una de las escasísimas aportaciones de Jacinto Benavente al teatro musical, en homenaje a María Guerrero o El triunfo de Venus (1906) en pleno furor sicalíptico, influido definitivamente por la revista, cuyo libreto es del popular Pedro Muñoz Seca.
 

En los últimos años de su vida se encuentra en la obra de Chapí la demostración de la crisis de un modelo que, ante el encarecimiento de las infraestructuras básicas (coro, orquesta, cantantes) tendió a ajustar sus costes. En su catálogo aparecen obras secundarias como Ninón o El pino del Norte, ambas de 1907, aunque obtuvo mayor proyección La patria chica, también de 1907, pese al endeble libreto de los hermanos Álvarez Quintero. Siguieron piezas como Los majos del plante y Entre rocas de 1908, en la que volvió a colaborar con Joaquín Dicenta. El amor en capilla o Las calderas de Pedro Botero de 1908, apenas aportan nada a su amplia producción, cuyo último eslabón sería La magia de la vida, estrenada póstumamente en 1910 con un interesante libreto de Manuel Linares Rivas. El esfuerzo de Chapí en el estreno de su ópera, Margarita la tornera en el Real, tuvo consecuencias graves sobre su salud, lo que le llevó finalmente a la muerte. Chapí falleció en Madrid el 25 de marzo de 1909, cuando le faltaban dos días para cumplir 58 años. Su entierro fue uno de los mayores acontecimientos nacionales, con decenas de miles de personas siguiendo el cortejo fúnebre, en el que participaron figuras destacadas de la época, como Pérez Galdós o Blasco Ibáñez, y fue presidido por el Ministro de Instrucción Pública en nombre del Gobierno. El cortejo pasó frente a los teatros donde Chapí había representado sus obras más célebres: Eslava, Apolo, Zarzuela y Real, que le rindieron, con sus conjuntos estables al frente, sentido homenaje.

 

Chapí pensionado en Roma
 

Vicenta Selva, esposa de Chapí
 

Carrión, Chapí y Vital Aza




Monumento a Chapí en Madrid

 

 

 


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